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Pedro Caravia Hevia
 

Jorge Fernández Bustillo

Pedro Caravia, en el centenario de su nacimiento

Tal vez la única mentira de Pedro Caravia fue su aspecto senecto y frágil, porque no he conocido persona más joven y más fuerte que él. Pedro era un recio árbol al que le brotaban nuevas hojas cada primavera y al que la brisa, una palabra que gustaba usar, le traía el aliento de un mundo en el que nada había que no le interesara. Sólo unas pocas personas de su entorno supimos siempre que a lo largo de su vida había escrito y anotado –en sobres, postales, fichas, cuadernos, papeles– una abundantísima colección de estudios, notas, observaciones, reflexiones y datos biográficos. Los más de sus conocidos creían que había optado por el método socrático: el diálogo, la ironía, la conversación. En parte, era también un juicio verdadero, porque era un incansable conversador. Algunos otros, más cercanos a su actividad profesional, le consideraron un filósofo y un crítico de arte. No hay duda de que fue ambas cosas, si bien la segunda no se adecua enteramente a su verdadero interés por el arte, y me importa aclarar este extremo.

Su reflexión sobre el arte, acaso su tema más constante, se manifestó desde dos vertientes: como una investigación filosófica sobre el arte, y una segunda, convergente con esta primera, como estudio sobre artistas y obras de arte. Reducir su quehacer a pura crítica, por muy compleja y profunda que pueda ser, sería injusto. Tratar de resumir estas cuestiones excede, sin duda, el marco de este texto, pero, aun así, intentaré explicarlo. Una parte sustancial de su trabajo se centró en el lenguaje artístico, poético, pictórico; en el sentido de la obra de arte, el análisis de la composición y la materialidad de la obra; en los géneros literarios, los estilos, etcétera. Siempre desde una perspectiva filosófica y todo ello con el impresionante bagaje de su conocimiento de los autores y textos filosóficos, desde Platón a Ortega, y una erudición excepcional. Añadía, además, la atenta observación de un cuadro o una novela hasta límites insospechados. Más de una vez sus discípulos hablábamos de su divina ceguera, ya que pese a las graves limitaciones que le imponía la enfermedad de sus ojos, era capaz de ver más que nadie en un cuadro, en una fotografía o simplemente en un libro. Hay dos ejemplos extraordinarios de esa minuciosidad en la exploración de la obra artística: un trabajo –en parte escrito y en parte anotaciones– sobre algunos cuadros de Picasso, entre los que el «Guernica» mereció su mayor atención, en el que analiza contraponiendo y comparando sus otras obras (caballos, toros, rostros, planos, formas, fondo, etcétera) hasta el más mínimo detalle; el otro, un estudio sobre los personajes del «Club Pickwik» de Dickens, en el que ve caricaturizadas genialmente las tipologías humanas de este gran teatro del mundo. El primero de estos textos, aunque inédito, se encuentra entre los numerosos escritos que conservan sus hijos; el otro, aunque tuve ocasión de leerlo y el placer de comentarlo él, no fue posible hallarlo, ni tampoco Pedro, cuando seleccionamos varios de sus amigos los materiales publicados por la Caja de Ahorros en 1982.

A todo esto cabría añadir su actividad como crítico y presentador –amigo, sería más correcto– de jóvenes artistas. Pero incluso esa labor, a la que también desde la radio dedicó muchos esfuerzos, no fue nunca un trabajo menor, desgajado de lo sustancial de sus inquietudes intelectuales. La crítica, como teoría, como lenguaje artístico –arte y no ciencia, decía–, ocupó una parte nada desdeñable de sus estudios, perfectamente observable en sus textos y catálogos y en otros inéditos sobre Baudelaire, Valery, Delacroix, Cocteau, y cuyo catecismo bien pudiera ser «El crítico de arte», publicado en la «Revista Asturias», en 1997.

Nada de esto debiera sorprender a nadie, puesto que, pese a su proverbial modestia, fueron muchas las personas que se interesaron por sus teorías y opiniones sobre estas materias.

No quisiera dejar de lado una faceta muy poco conocida de Pedro Caravia. Conocía bien el asturiano y sus variantes y utilizaba con frecuencia, especialmente entre amigos, términos asturianos para matizar alguna expresión. No tenía mucha fe en la supervivencia del bable, pero lo sentía como algo muy ligado a su historia personal, a las raíces que en su juventud en Pajares, Gijón, Oviedo o Gobiendes habían alimentado su propia identidad. Anotaba cuidadosamente las palabras o giros que desconocía, apuntando incluso el lugar y la persona que los utilizaba. No estaba de acuerdo con quienes sostenían que la riqueza del bable está en el vocabulario

rural, de usos y aperos agrarios, sino en la riqueza de los matices del acto de observar nuestro entorno y la acción humana. Posiblemente esa riqueza era la que le impulsaba a preferir a veces un término asturiano a uno castellano. Pero esta afición tenía su contrapunto: le molestaba profundamente escuchar una asturianización vulgar del castellano.

He marginado al principio su actividad como profesor de Filosofía. Varias generaciones fueron sus alumnos y conocen sobradamente su pensamiento, sus autores y temas preferidos. Pero me siento en la obligación de añadir unas pocas palabras sobre este aspecto, unas notas que hagan justicia a la profesión que él asumió y a la que dedicó profesionalmente su vida. Quienes fueron sus alumnos, posiblemente cegados por la proximidad de una mente tan clara, tan luminosa, no fueron capaces de ver las tinieblas del firmamento intelectual de aquellos tiempos. Pedro era una estrella solitaria en medio de la oscuridad general, de un mundo filosófico y cultural opaco e impenetrable. La filosofía moderna, y especialmente las corrientes del XIX y comienzos del XX, era en su boca agua fresca en medio de aquel desierto. No sólo autores como Dilthey, Husserl, Ortega, Unamuno y Heidegger formaban parte del obligado conocimiento, del aprendizaje escolar; Nietzsche y Marx, también. Quién hablaba de Nietzsche o Marx en aquellos tiempos. La verdadera dimensión de Pedro Caravia se agiganta con el tiempo, se engrandece a medida que la perspectiva es más lejana. Qué razón tenía Angelita Orán, su colega del Alfonso 11, una mujer que también se ganó la admiración y cariño de todos nosotros, cuando nos decía: qué privilegio habéis tenido, qué privilegio es tener un modelo de intelectual como Pedro Caravia.

En agosto de 1936, en Gobiendes, anotó en un cuaderno: «Hay gentes con las que nunca podría entenderme: aquéllas para las que no tienen sentido palabras como honradez, lealtad, honor, fidelidad, y, sobre, nobleza, que las comprende todas».

Sí, efectivamente fue un hombre honrado. Un hombre que llevó con la mayor dignidad y honestidad su vida entera, sus obligaciones profesionales y sus deberes sociales. Intachable en su vida privada y pública, modelo de profesor y ciudadano. Fue ciertamente un hombre leal a sus principios. Mantuvo en tiempos difíciles y dolorosos su fe en la razón y la defensa de la libertad; el deber de la solidaridad y la generosidad; el imperativo personal de inculcar a los jóvenes ovetenses el espíritu crítico, libre y democrático. Leal y fiel a quienes fueron sus maestros y a quienes fueron sus amigos; desbordante de gratitud hacia quienes le enseñaron y educaron.

No tuvo nunca miedo a la verdad ni a expresarla valientemente. Noble de espíritu, fue para todos nosotros ejemplo de rectitud moral y de sabiduría.


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