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Gaspar Melchor de Jovellanos 1744-1811
 

Gaspar Melchor de Jovellanos

Jovellanos

Gaspar Melchor de Jovellanos (Gijón, 5 enero 1744 / Puerto de Vega, Navia, 28 (?) noviembre 1811) es, junto con Fray Benito J. Feijoo, el escritor e ilustrado más reconocido del Siglo de las Luces español. Como escritor fue poeta, dramaturgo, crítico de arte y de literatura; analista de problemas jurídicos, políticos, económicos, históricos; pedagogo y teórico de la educación; promotor de temas asturianos y gran conocedor de la historia, la jurisprudencia, y la cultura española.

Entre sus obras pueden destacarse, El delincuente honrado (drama de 1773), las Epístolas de Jovino a sus amigos salmantinos y A sus amigos de Sevilla, A Batilo, y la Epístola del Paular, las sátiras A Arnesto, y el conjunto de sus Cartas (1767-1811) y de su Diario (en catorce cuadernos: 1790-1811). Si bien las obras que le van a dar el reconocimiento nacional y la proyección internacional son: Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas, y sobre su origen en España (1790), Informe en el expediente de la Ley Agraria (1794) –obra con la que se encumbra en la opinión de la época y de la posteridad–, Memoria sobre la educación pública (1801), Memorias histórico-artísticas de arquitectura (1804-1808) y Memoria en defensa de la Junta Central (1811).

Cabe distinguir en su vida siete etapas:

  1. infancia y años de formación (1744-67),
  2. etapa sevillana (1768-78),
  3. etapa madrileña (1778-90),
  4. exilio asturiano –los años felices–, escindido en dos partes (1790 a noviembre de 1797, y octubre de 1798 a 1801),
  5. encumbramiento ministerial en Gracia y Justicia (noviembre de 1797-agosto de 1798),
  6. encarcelamiento en Mallorca (1801-1808),
  7. renacimiento en la Junta Central y últimos días (1808-1811).

Su carrera profesional siguió y ascendió por estos pasos: Alcalde de la Cuadra de la Real Audiencia de Sevilla (1768), Oidor de la Real Audiencia de Sevilla (1774), Alcalde de Casa y Corte (1778), Consejero del Consejo de las Órdenes Militares (1780), miembro de la Real Junta de Comercio, Moneda y Minas (1783), encargado de la Comisión de Minas en Asturias (1790), Subdelegado de Caminos de Asturias (1792), promotor del Real Instituto Asturiano (1793) –desempeño con el que se encontrará más a gusto–, Consejero del Consejo de Castilla (1794), comisionado secreto del gobierno (junio-octubre de 1797), Embajador de España en Rusia (octubre-noviembre 1797: no tomó posesión), Ministro de Gracia y Justicia (noviembre 1797-agosto 1798), representante por Asturias en la Junta Central (1808-1810).

El perfil de ilustrado

Jovellanos escribió habitualmente piezas líricas (idilios, odas, epístolas, sátiras…), sobre todo en su etapa sevillana, pero hay que decir que buscó siempre el anonimato al considerarse más un preceptista y un aficionado que un poeta consagrado. Sin embargo, algunas de sus producciones serán consideradas como lo más granado del siglo XVIII. Más allá de su dimensión poética y dramática, destaca como ensayista. Al lado del registro histórico y de su dimensión humana que nos ha legado con su Diario y con sus Cartas, sobresale con Campomanes, Rubín de Celis, Cabarrús y Urquijo por sus escritos económicos –señaladamente La Ley Agraria–, en compañía de Aranda, Floridablanca, Olavide, Campomanes, Saavedra, Toreno y Flórez Estrada por sus ideas políticas –resaltando su Elogio de Carlos III y la Memoria en defensa de la Junta Central–, al lado de F. Martínez Marina por su ideario jurídico –pudiendo señalarse aquí el Sobre la necesidad de unir al estudio de la legislación el de nuestra historia y antigüedades–. Pero, sobre todo, Jovellanos no trasciende sólo como autor de unas señaladas obras más o menos sobresalientes, sino que su mérito reside en el legado del conjunto de su obra –descontando todo lo que se ha perdido– compuesto de centenares de escritos menores y decenas de ensayos de mayor envergadura, tras de los cuales late un pensamiento y una obra que asimila el conjunto del saber de su tiempo (literario, científico y filosófico), llena de coherencia, de propuestas prácticas factibles (que no pudieron ser) y estructurada en torno a un modelo o sistema de ideas –el jovellanismo– que nunca explicitó en todo su detalle sistemáticamente pero que puso en práctica y supo denotar al compás de los hechos y actuaciones como político, como letrado y como escritor, elevando su obra y su sistema de ideas al nivel de una verdadera filosofía.

En la escena internacional se encontraban en la cumbre de la opinión Montesquieu, Rousseau y Voltaire, y, a cierta distancia, el conjunto de los «philosophes» franceses (Diderot…), ingleses (Locke…), italianos (Beccaria…), y alemanes (Wolff…). Jovellanos no se codeó con esta élite ilustrada, no sólo porque fuera más joven que ellos sino sobre todo porque la cultura de España del momento, después de unos años de explendor con Carlos III, no fue capaz de cuajar y trascender, porque no hubo una tradición cultural posterior con potencia y continuidad suficiente como para rescatar e incorporar las «luces» enterradas –se haría algo, pero sobre todo ladina o parcialmente– y, también, porque la mayor parte de los esfuerzos del XIX y XX se invirtieron no en hacer posible el pensamiento político sino en hacer viable la misma vida política.

Perfil creador, social y político

El lustre cultural de Jovino –su nombre poético– puede quedar compendiado si recordamos que fue amigo universitario de Cadalso, líder, al lado de Olavide, del grupo de Sevilla, «director» del grupo de poetas y literatos de Salamanca (Meléndez Valdés, Fray Diego González, Fray Juan Fernández de Rojas: con nombres poéticos de Batilo, Delio y Liseno respectivamente; al lado de Mireo –Fray Miguel de Miras, que residía en Sevilla–), referente en el que se ahijaron intelectualmente L.F. de Moratín (Inarco) y Vargas Ponce (Poncio); personalidad respetada por Trigueros y Forner (Aminta); colaborador de Ponz en el trabajo enciclopédico del Viaje de España. La proyección social e intelectual de su pensamiento que ya había empezado a configurarse con trazos firmes, despunta fulgurantemente en el tránsito de Sevilla a su vida madrileña, a sus 36 años, siendo requerido por las principales instituciones culturales de un país de diez millones de habitantes, de los que unos centenares eran homologables en el ambiente ilustrado europeo y algunos miles pugnaban por elevar el nivel de conocimientos de la España imperial amodorrada y católica aislada: ingresa en las reales academias de la Historia (1779-80), la de Bellas Artes de San Fernando (1780), de la Lengua (1781), de Cánones (1782) y de Derecho (1785). Su trascendencia social se va a ir plasmando por la promoción y puesta en funcionamiento que hace de las sociedades económicas de amigos del país de Sevilla, León y Asturias (1780), de las que será miembro, además de las de Madrid (1778), Mallorca y Galicia, teniendo que desempeñar la dirección de la asturiana (1782) y de la matritense (1784).

Durante el cúmulo de escritos, oraciones fúnebres, elogios, informes, memorias y, en general, encargos oficiales, tuvo que ejercer también de censor (como miembro de la Academia de la Historia). En la Sociedad Económica Matritense cabe destacar, al lado de numerosas intervenciones, la que hizo en defensa de la admisión de mujeres frente a Cabarrús, al que venció, pasando a fundarse por votación mayoritaria la sección de damas.

El drama de su vida

El fragor de la batalla que le tocó vivir, desde que acabó su formación universitaria a los veintitrés años, transcurrió en diez felices y bastante enamoradizos años sevillanos; en doce años de trepidante actividad, incómoda en lo que tenía de artificiosa, en el Madrid cortesano; desterrado diez años fuera de la Corte, en Asturias, en parte humillado pero deseando continuar en esas ocupaciones indefinidamente (son los años de la fundación del Real Instituto Asturiano de Náutica y Mineralogía, y de la producción de buena parte de sus mejores obras); nombrado ministro en lo que sería un año tormentoso,envenenado –muy probablemente– por las intrigas de las camarillas palaciegas, que casi le cuesta la vida; prisionero siete años: uno en la cartuja de Valldemosa y seis en el castillo de Bellver; perdida en repetidas ocasiones su biblioteca, que tuvo que rehacer, náufrago dos veces; incendiada la casa de Gijón y expoliado su querido Instituto por las tropas francesas, de aquel que había entablado tantos contactos amistosos con los franceses en sus viajes por España y que tanto les había respetado; nombrado ministro del Interior por el gobierno napoleónico de José I, cargo que rechazó, después de helársele la sangre, y nombrado diputado por Asturias en la Junta Central, pasó los tres últimos años de su vida entregado a la labor de luchar por la independencia española y de dotar a la nación de una Constitución, que respetando la buena esencia de las leyes históricas se convirtiera en el nuevo marco de una soberanía monárquica que había de desempeñar su función bajo el orden más general de la «supremacía» popular.

La persona

Gaspar Melchor mantuvo amistades profundas toda su vida con el canónigo candasín C. González de Posada (escritor de temas asturianos), con Ceán Bermúdez (con quien colaboró toda su vida aportándole datos para su obra sobre la historia del arte), con Arias de Saavedra (su administrador y protector fiel, al que cariñosamente y sin afectación llamará «papá» en el Diario), con Pedro Manuel Valdés Llanos (su amigo de las correrías asturianas, y que probablemente le contagió la pulmonía de la que morirían los dos), con Pedrayes (matemático insigne) y con Goya (el más grande pintor español al lado de Velázquez, al decir del propio gijonés). La amistad con Campomanes se enfrió cuando éste actuó más movido por el miedo que por la amistad, caído en desgracia Cabarrús; años después romperá con Cabarrús, al que había apodado siempre «el amigo», en el momento de su alineamiento afrancesado con el ejército invasor. Mantendrá durante algunos años unos interesantes intercambios de ideas con el cónsul inglés en La Coruña, Jardine, y una amistad afectuosa con lord Holland (con quien discute y trabaja para depurar el futuro e inminente sistema constitucional español). Sus lazos familiares no sólo fueron de afecto sino también de amistad en el caso de su hermano Francisco de Paula y de su hermana Josefa (la poetisa que escribe en bable). Sufrió, como el resto de sus compatriotas, repetidas guerras, ora contra Inglaterra, ora contra Francia, muriendo invadido su país y huyendo de las embestidas del ejército napoleónico.

Texto elaborado por Silverio Sánchez Corredera

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